Escrito originalmente por el profesor Grínor Rojo
Publicado en la web del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos el 01 de agosto de 2022
Fotografía de portada por: Valentina Luza / @pankiwarmi

(*)

¿Qué significa mentir? Significa decir algo que no es así sobre algo respecto de lo cual la razón histórica declara que es así. En esta definición que acabo de pergeñar, el elemento clave es «razón histórica». Eso a lo cual el mentiroso está tratando de cubrir, tapándolo con su mentira, no es una realidad esencial, natural, divina, eterna, inmutable en cualquiera sea el significado que se le quiera dar al término, sino el producto de un acuerdo al que una cierta comunidad habrá llegado al cabo de sus experiencias y expectativas de vida, limitándose su validez por lo tanto sólo al espacio y al tiempo que esta ocupa en el mundo. O sea que las cosas «son así» en el espaciotiempo de la comunidad del caso, pero no tienen por qué serlo en el espaciotiempo de otra comunidad, ya sea una anterior dentro del mismo desarrollo histórico-cultural o en una que le es foránea enteramente, aun cuando sea cierto también que en esta era globalizada de la historia de la especie las situaciones de esa última clase son cada vez menos viables. 

Por ejemplo, en el tiempo de la cultura occidental premoderna, si a una persona se le ocurría afirmar que la tierra era redonda, estaba mintiendo. La racionalidad instalada era allí que la tierra era plana y decir lo contrario era ser mentiroso y, para colmo, hereje (las llamas del fuego purificador no andaban muy lejos). En cambio, en el tiempo de la cultura occidental moderna, cuando se dice eso mismo, que la tierra es redonda y no plana, como pensaban los antiguos, se está siendo redundante por decir lo menos, porque la cultura occidental moderna ha descubierto y demostrado hasta la saciedad que sí lo es. Si a pesar de eso nuestro porfiado interlocutor insiste hoy en día en que la tierra es plana, ya que como a San Agustín eso es lo que a él le cuentan sus ojos, su majadería nosotros podemos atribuírsela a dos y solo a dos causas: o a su ignorancia y desfase (en la cultura moderna en cuyo seno vive, él/ella es un ser marginal, que desconoce los saberes que se hallan allí instituidos y tal vez porque se quedó atrás respecto de su evolución) o es porque está defendiendo intereses de algún tipo, económicos, políticos, ideológicos, y que son los que, al sentirlos en peligro y no teniendo una mejor alternativa a la cual recurrir, miente para ponerlos a cubierto (un caso distinto es el de las «mentiras» de la literatura ficcional, pero entrar en ello es entrar en el terreno de la estética y no es este el sitio para hacerlo).

Le escuché a Jaime Bassa hace algunos días, en una lúcida entrevista, explicar las mentiras que se han emitido y se siguen emitiendo acerca de la Convención Constitucional y su propuesta de una nueva constitución para Chile: los detractores de los convencionales y del texto que produjeron mienten, según Bassa explicaba, porque no tienen nada válido que oponerle a lo que se está planteando, entre otras causas porque estas son verdades consensuadas, tanto nacional como internacionalmente, y en consecuencia avaladas por el nivel de racionalidad histórica que los chilenos (y la humanidad toda) hemos alcanzado hasta la fecha. Esas verdades, que son rastreables en las declaraciones de las Naciones Unidas, en las de otros organismos similares, en las constituciones de muchos de países de buena reputación y en la reflexión continua de nuestros contemporáneos pensantes de todas las latitudes, son también las que el proyecto constitucional chileno recoge. Por su parte, a lo mejor disfrazándolo de otra cosa, maquillándolo con una cosmética de novedad, sus detractores no le oponen sino una reiteración de lo mismo que hemos conocido desde 1980, v.gr.: la constitución de Pinochet. 

Pero hay algo más y peor: las mentiras que los detractores del nuevo proyecto constitucional chileno emiten no solo tapan lo que es con lo que no es, según lo hace cualquier mentiroso vulgar, sino que la tapa misma tiene la forma de una parodia que reproduce a lo tapado desfigurándolo. Es decir que, perfeccionando la maniobra de ocultamiento que vemos en las mentiras del embustero del montón, las mentiras acerca de la Convención Constitucional y acerca del texto que ella produjo no esconden lo tapado sino que lo retienen, pero habiéndolo intervenido mañosamente. Son estas, por lo tanto, unas mentiras plus, pues la acompaña una intención canallesca, activada mediante los mecanismos de un procedimiento retórico al que caracterizan designios de mala ley. Para ese procedimiento, no se trata de ocultar tales o cuales contenidos de tales o cuales proposiciones, sino de descalificarlas íntegramente, haciendo «como que» su insensatez es tan grande que no admite defensa. Nos dicen entonces que las verdades que se nos han propuesto no son tales, que por el contrario constituyen la obra de 154 personajes ineptos, ignorantes y bufones, y a los que nadie en su sano juicio debiera prestarles atención. 

Todo ello para mantener, igual o maquillado, lo que ya existe inscrito en las proposiciones de la constitución del dictador, único referente del rechazo y que por lo demás nunca fue legítima (el consenso acerca de ella no existió, lo que existió fue un espectáculo plebiscitario que tuvo lugar el siniestramente emblemático 11 de septiembre de 1980) y la que hoy día, además de no ser legítima, está irremediablemente obsoleta. Pertenece a un tiempo histórico ido, para el cual los derechos que en el proyecto constitucional de 2022 se encuentran clara y abundantemente explicitados no eran materia de preocupación. Cuando el artículo número 1 del proyecto actual describe Chile como un «Estado social y democrático de derecho» y agrega que él mismo es «plurinacional, intercultural, regional y ecológico», se está hablando con un lenguaje que se ha puesto a años luz del de la carta de 1980. Se está hablando de los integrantes de la sociedad chilena y sus prerrogativas, sociales, políticas, culturales y ecológicas. Se está hablando de los pobres, de los pueblos originarios, de las mujeres, de los viejos, de los jóvenes, de las diversidades sexuales, de los enfermos, de los discapacitados. Y, más precisamente, se está hablando de sus demandas sociales convertidas en derechos en virtud del principio de igualdad sustantiva (igualdad cuya aplicación no es puramente verbal, sino que acarrea consigo las condiciones para su cumplimiento adecuado. La mujer no es solo igual al hombre, sino que, desempeñando un mismo trabajo, merece un mismo salario), y de las obligaciones que por lo tanto todos tenemos con todos en el seno de una comunidad y un Estado solidarios. 

Pero lo más importante, para los fines de mi propio argumento, es que los detractores de la propuesta no están en condiciones de desacreditar tales derechos directa y francamente, porque eso los expondría al calificativo de retrógrados con el significado denigrante que suele reservársele a este término. Pero que esos derechos se estén imponiendo a pesar de su repugnancia, les duele. Por eso, sienten que tienen que hacer algo para poner de manifiesto su disgusto, deteniendo primero y revirtiendo después los cambios que se anuncian. Careciendo del fondo argumental que sería indispensable para manifestarse de un modo fundado y directo, recurren entonces a la impugnación por indirección: mienten con el plus de la parodia ridiculizante. Otorgar autonomía a las naciones indias, reconociendo esa autonomía al interior del Estado y cuya extensión está aún por precisarse (la administración de una justicia diferenciada, por ejemplo), es despedazar el país, es acabar con la República de Chile y, de paso, con la canción nacional y los demás símbolos patrios, la bandera, el escudo, la piocha de Boric e incluida la cueca; reconocerles a las mujeres el derecho a decidir sobre sus cuerpos de una manera que tendrá también que precisarse, es autorizar el aborto hasta los nueve meses de embarazo (un chusco observó que un aborto con nueve meses de embarazo era un parto); hablar de la función social de la propiedad privada es abolir el derecho respectivo en todas sus especies; devolverle al Estado su capacidad de acción social, desechando su actual carácter subsidiario, es estatizar lo público por completo; mejorar las condiciones de funcionamiento de la educación pública es acabar con la educación privada; mejorar las condiciones de funcionamiento de la salud pública es acabar con la salud privada; controlar el negocio de las AFP es expropiar el dinero de los cotizantes; reformar carabineros es cerrar para siempre las comisarías, etc. 

Todos esos son desplazamientos mentirosos por medio de los cuales se convierte una proposición verdadera en una caricatura. Contraponerles a esas caricaturas las proposiciones que ofrece efectivamente la propuesta no es muy difícil y se ha hecho varias veces. El caso es que para las personas que las fabrican las mentiras son necesarias porque sus perpetradores no se arriesgan a revelar (los del Partido Republicano quizás) lo que piensan, lo que de veras le da impulso a sus alegatos: que desprecian a las razas y las clases a las que consideran inferiores, porque quienes las componen son, según nos lo aseguran, flojos, borrachos, inútiles, física y mentalmente defectuosos; que están convencidos de que las mujeres no saben lo que les conviene y que no lo saben precisamente porque son mujeres; que la propiedad privada constituye la viga maestra de cualquier sociedad exitosa, pues es así y no de otra forma es como las naciones prosperan; que la educación privada es la forma en que se reproduce una élite que es indispensable para la buena marcha del país; que la salud privada es mejor por definición; que los viejos estarán protegidos suficientemente por las AFP; y que la policía existe para disuadir a quienes desconozcan tamañas evidencias. 

Pero lo cierto es que nada de eso se puede sostener hoy abiertamente, que proclamar eso de frente es obsceno. Prefieren, por lo tanto, los detractores, antes que salga a la luz su inmensa pobreza conceptual, escudarse. Para ello no nos proponen algo distinto, porque no lo tienen, sino que descalifican lo propuesto. Y el truco favorito consiste en instalar y divulgar una ristra de engendros deformes y odiosos contra los cuales a ellos les va a ser más fácil asumir, tanto para sí mismos como para el público en general, un sentimiento de repulsa*.

Porque este es, a mi juicio, el centro de la cuestión. No es la forma del gobierno que el texto de la Convención propone lo que los partidarios del rechazo denuncian principalmente (que la Convención haya diseñado un bicameralismo asimétrico en vez de la díada de la Cámara de Diputados y el Senado, que al presidente de la República se le estén recortando funciones, que se esté hablando de sistemas de justicia en vez de poder judicial, etc.). Tampoco son abrumadoramente sensibles para ellos los cambios que se le introducen al nefando Tribunal Constitucional. Ni siquiera lo son los perjuicios que, según vaticinan algunos, sufrirán los “emprendedores”. Todos estos son pelos, es cierto, pero pelos de la cola. 
El problema de fondo es el de las manos en las que va a estar el poder de ahora en adelante o, mejor dicho, es la resistencia a un ejercicio efectivo y eficaz de la soberanía del pueblo. ¿Cómo impedir el traspaso histórico del poder político desde los poderosos a los desapoderados? ¿Cómo achicar los derechos que la nueva constitución les está reconociendo a quienes hasta ahora no los tuvieron o los tuvieron no mucho más que en la forma de una dádiva mezquina y cooptada? El que tales derechos se estipulen y practiquen a partir de la puesta en vigencia de la nueva constitución supone una mengua en los derechos de sus detractores necesariamente, una disminución del poder de quienes hasta la fecha han gozado de su monopolio y no quieren dejar de hacerlo. Por eso, un expresidente, a quien le gusta darse aires de estadista y que no le hace el quite ni a la pompa ni a la circunstancia, sugiere aprobar o rechazar el proyecto (parece que a él le da lo mismo una cosa que la otra), pero en ambos casos con el proviso de que se generen las condiciones para «mejorarlo». Para él, esto significa que, si gana el rechazo, debería adobárselo con algunos condimentos del apruebo desdeñado y viceversa. ¡Cómo si el rechazo estuviera ofreciendo otro texto que no sea la constitución de Pinochet y cómo si la constitución de Pinochet pudiera equipararse en origen, contenido y proyecciones con la que ahora se nos está proponiendo! Presumiblemente, si el criterio de este buen señor se acoge, será el Congreso el encargado de producir las “mejoras”. Un Congreso que, según todas las encuestas disponibles, tiene menos de un 10 por ciento de aprobación ciudadana. Considerando ahora que una propuesta alternativa es impensable, y menos aún una de factura democrática, las mejoras no podrán consistir sino en reformas al texto actualmente en vigencia. Es, digámoslo de una vez, mi general Pinochet que ha vuelto desde su tumba con un nuevo uniforme. Para la risa, si no fuera porque, en medio de este festival de mentiras aviesas y pomposidades decrépitas, se están jugando los próximos cincuenta años de la historia de Chile.