Publicado originalmente por Grínor Rojo en Palabra Pública el 02 de marzo de 2022
Alguien sugirió, en algún momento, creo que fue el presidente electo Gabriel Boric, que sería bueno cambiar el lema de nuestro escudo nacional: de “por la razón o la fuerza” a “por la razón y sin la fuerza”. Yo no puedo estar más de acuerdo con dicho cambio, y apoyaré cualquier iniciativa que se proponga en este sentido. Que la razón no solo prevalezca, sino que elimine a la fuerza constituye un ideal en el más amplio sentido, un ideal que debiera formar parte de la conciencia de cualquier ciudadano medianamente educado y especialmente a estas alturas en la historia de la humanidad. Fue el de Immnanuel Kant y de otros filósofos posteriores a él. Creer en el uso de la fuerza para resolver cualquier conflicto entre seres humanos es renunciar a la razón, lo que en los tiempos que vivimos es aun peor porque significa despejarle el camino al advenimiento del apocalipsis.
Por supuesto, escribo a propósito del conflicto ruso-ucraniano. Ambas partes exhiben ahí sus motivos: los rusos invasores diciendo que la de ellos es una guerra de liberación, la que están librando en favor de los habitantes de las provincias prorrusas de Donetsk y Lugansk, cinco millones de personas que en 2014 votaron a favor de la independencia de sus regiones respecto del gobierno de Kiev y que han sido sometidas por eso a un hostigamiento constante. Y, además, dicen los rusos, que ellos hacen lo que hacen para impedir que la OTAN se siga expandiendo hacia el este y amenazando su seguridad.
Los ucranianos invadidos alegan por su parte que ellos defienden su soberanía, su derecho a decidir el destino nacional que se más/mejor les convenga, a lo mejor/peor su derecho a ser “europeos”, si es que eso es lo que se les antoja. En el hemisferio occidental, hemos visto que el apoyo hacia el lado ucraniano es masivo (sobre todo el de Estados Unidos, el mayor interesado en correr la cerca de la OTAN hacia el este. En rigor, si Vladimir Putin busca correr la cerca hacia el oeste, los estadounidenses hace rato que están queriendo hacer lo propio, pero en su caso hacia el este) y, por lo general, con argumentos pueriles: los rusos quieren restaurar la antigua Unión Soviética, Putin quiere ser un nuevo zar, sus intenciones son poner el mundo entero de rodillas, es un megalómano sin Dios ni ley, etc. Yo no digo que el hombre sea el ángel de la guarda, ni tampoco su adversario, el presidente Zelenski, entiéndaseme bien. O que una de estas dos explicaciones sea aceptable y la otra no, y que por lo tanto el que la expone estaría llevando a cabo una “guerra justa” en tanto que la de su rival es “injusta”. Muy lejos de eso. Mi interés, en esta nota, es i) advertirle a usted que me lee acerca de la necesidad de conocer bien los argumentos que esgrime cada uno de los partidos en pugna, pero no para dar a uno por bueno y a su contrario por malo, sino para medir la inmensa relatividad de los dos; y ii) reiterar que la fuerza no sólo no es el último recurso, sino que simplemente no es o no debe ser ni el primero ni el último.
Y a propósito de la guerra justa. Este es un concepto tópico en la historia del pensamiento de Occidente, que la recorre desde la Grecia y la Roma clásicas hasta hoy. Aristóteles, Cicerón, Agustín, Tomás, Vitoria y Hegel son sólo algunos de los pensadores célebres asociados con su justificación y con la formulación de sus términos. De particular interés para nosotros, los latinoamericanos, es el uso de este concepto por parte de los conquistadores y los colonizadores.
La guerra contra los “infieles” habitantes originarios de nuestro continente fue, por supuesto, para quienes los invadían, una “guerra justa”. Para Ginés de Sepúlveda, el rival del padre Bartolomé de las Casas y autor de Democrates alter, sive de iustis belli causis apud indos [Demócrates segundo o De las justas causas de la guerra contra los indios], la guerra de conquista era justa porque en ellas se enfrentaban los “cristianos civilizados” con los “bárbaros”. Por lo demás, el papa Alejandro VI, nada menos que la voz de Dios en la tierra, les había concedido a los reyes católicos, en 1493, la propiedad de las comarcas descubiertas y por descubrir en las Indias. Contaban pues los españoles con el permiso papal para ocuparlas y repartírselas. Convencidos de ello, antes de entrar en batalla y siguiendo el consejo que les diera Francisco de Vitoria en cuanto a que era preciso escuchar al enemigo, les leían a los indios un “requerimiento”. Después de eso, los masacraban.
Pero quiero volver ahora a Kant y a su defensa de la razón en cualquier circunstancia, lo que en un derroche de originalidad se halla inscrito, como dije, en uno de los hemistiquios que componen el orgulloso lema del escudo nacional chileno. Al respecto, lo que tengo que decir es que la razón no es un receptáculo de verdades “naturales”, “universales” y “eternas”, de las que se puede echar mano para sostener la pertinencia de tal o cual proposición o acción, como explícita o implícitamente lo piensan los partidarios de la guerra justa. Piensan que la razón los favorece a ellos y no a unos contrincantes que no la tienen ni la van a tener jamás, y que su guerra es justa porque eso que nos presentan como el motivo que han tenido para pelear es una verdad absoluta y sin réplica posible. Cuando eso es lo que dicen, están suponiendo que los argumentos que respaldan sus acciones son válidos en la medida en que se corresponden punto por punto con el mandato de Dios, con la propagación de la única fe, con la lealtad que el ciudadano le debe a su patria, con la defensa de la nación que se basa en la comunidad de la sangre, el territorio y la lengua compartidos, con el supremo valor de la democracia, etc. Todas esas (y otras que sería una lata agregar) son así proposiciones que trasportan “verdades infusas” de esas que nadie discute.
A los adversarios, como es obvio, se los califica como desprovistos de todo lo anterior. Para decirlo con las palabras de los padres de la Iglesia: los nuestros son los soldados del bien; los de ellos, los del mal. Derrotar a los soldados del mal es pues, para los del bien, servir a Dios de la mejor manera (o, mutatis mutandi, servir a la Patria, a la Democracia, etc.). Que la religión puede atenuar en ocasiones las brutalidades que desata la derrota de los perdedores es algo que suele ocurrir y ocurre, y Neruda supo reconocérselo al padre Las Casas, pero siempre al precio de la renuncia del derrotado a sí mismo, a sus posesiones, a sus creencias, a sus aspiraciones, y a su propia persona al verse obligado a convertirse en el otro que le impone el vencedor.
Este, exactamente, es el modo de pensar el conflicto que a mí me parece que fue siempre infeliz, pero que en el tiempo contemporáneo lo ha vuelto aún más odioso. Porque si digo que tengo la razón para pelear y lo demuestro con un argumento pretendidamente irrefutable y si mi adversario dice que es él quien tiene la razón y lo demuestra con el argumento respectivo, premunido este con análogas características de irrefutabilidad, entonces los dos argumentos son igualmente válidos o, lo que es lo mismo, ninguno lo es. Ergo: la guerra, cualquier guerra, es lógicamente estúpida porque no puede haber dos argumentos contrarios e irrefutables que sean al mismo tiempo verdaderos.
¿Cuál es la única solución que tiene este dilema? Desuniversalizar, deseternizar la razón y hacer de ella, en cambio, un instrumento flexible y útil para el diálogo. Más precisamente: hacer de una razón historizada y localizada el medio a través del cual la conversación puede ser provechosa. Y no como el espectáculo de una negociación de intereses particulares, durante la cual un señor de la guerra da esto a cambio de aquello y el otro da aquello a cambio de esto, sino como una comprensión lúcida y honesta de lo que es preferible para todos, para la especie humana en su integridad, y sobre todo en las circunstancias actuales. Habiéndonos dado cuenta de qué y cuánto de nuestras aspiraciones podemos lograr en el espacio y el tiempo en que nos tocó actuar y teniendo en consideración las aspiraciones de los otros.
De nuevo, me remito a la sabiduría de Kant. Nada de lo que hacemos acontece fuera del espacio y del tiempo. Estas dos son las categorías a priori de nuestra experiencia (de nuestra “intuición” o de nuestro “entendimiento”, hay una discusión sobre el tema, pero es lo que el filósofo dejó escrito en su Crítica de la razón pura), las que les fijan sus límites a cuanto podemos pensar, sentir y hacer. En concreto, si nunca fue la guerra una solución para nada, en la tercera década del siglo XXI, por muy justa que se la estime y aunque ella sea una de esas que están llenas con los considerandos mitigadores que recomendaba el padre Vitoria, es abominable. Hacer hoy la guerra es ilógico, es anacrónico y es tóxico. En cambio, podemos identificar y ponderar qué es lo pensable y lo factible de acuerdo con las posibilidades que el espacio geográfico (hoy un espacio global, porque ya no puede ser de otro modo) y el tiempo histórico (el de una civilización que ha llegado a adquirir la capacidad de acabar con la existencia humana y la de los demás seres vivos que habitamos en este planeta) ponen a nuestro alcance.
Es asombrosa la insensatez de los políticos contemporáneos. Siguen actuando como si estuvieran en el siglo XX o antes. Tienen a su disposición misiles intercontinentales, pero siguen calculando geopolíticamente, tratando de ganar posiciones en el ajedrez cartográfico, procurando descolocar y sorprender al otro, quien quiera que este sea. Todo eso hasta el momento en que estalla una guerra pequeña, pero que podría abrirle el camino a la gran hecatombe. Si la avanzada desde el oeste hacia el este les resulta a los del este intolerable, los del este echan mano de las armas para detenerla y viceversa. Si la Segunda Guerra Mundial dejó un saldo de setenta millones de muertos, esta Tercera, que esos políticos insensatos están cocinando, acabará convirtiéndonos a todos en una gorda columna de humo.